25 enero 2012
Odio las agujas. Todas. Y eso incluye vacunas e inyecciones. Piercings y tatuajes. Ni siquiera me gustan las de coser… Así que es fácil entender que cuando ha entrado la doctora con una especie de inyección en forma de pistola, todo el calor que había acumulado por la termoterapia se ha quedado en nada: me he quedado helada. Todo indicaba a que la “meso” no era un masaje… y esa pistola me apuntaba a mi.
De haberlo sabido me hubiera dejado puesto, a modo de coraza, el modelito azulón que me acababa de quitar y que de repente, me gustaba más. Pero ya era tarde, así que me he armado de valor y he intentado disimular. He cerrado los ojos y la doctora ha empezado a disparar pichazos sobre mi abdomen. Literal.
No ha sido un pinchazo, ni dos, ni diez. Han sido más. Muchos más. El amago de gritar ha sido sólo un acto reflejo: crees que tienes que gritar porque te están pinchando muchas veces, pero los pinchazos son tan rápidos que a penas te da tiempo a reaccionar. Además, la aguja es extremadamente fina y no entra en profundidad. Ahora ya lo sé. Eso y que lo que inyectan es una mezcla homeopática que ayuda a disolver líquidos y grasas.
Así que después de todo (y a pesar algún pequeño ahh!) tengo que admitir que no ha sido para tanto y que en algún punto incluso me ha hecho cosquillas. Además de sus beneficios, ha sido una auténtica terapia de choque contra el pánico a las agujas…